El mundo en tus manos

 

Siempre he sido una persona a la que le afecta demasiado todo lo que tenga que ver con personas mayores, y parece que la edad lo único que ha hecho ha sido empeorarlo. Es por eso que esta fugaz visita a la residencia Flores de mayo ha sido como todas: intentar aparentar que estoy bien para después, cuando llego al coche, echarme a llorar como una niña tonta. Quizás, para entender el motivo de todo este sentimentalismo, tenemos que remontarnos treinta y dos años atrás.

Segundo de bachillerato, una época que para algunos es mejor olvidar, pero que para mi guarda algunos de los mejores momentos que he vivido. Recuerdo con cariño aquel primer día en el que un joven profesor entró por la puerta de la clase. Las paredes tan blancas parecían haberle llamado la atención.

 

Soy Carlos, vuestro profesor de Geografía para este último año. Me podéis seguir en Twitter para hacer de esto -dijo señalándose a él mismo y a nosotros- algo más guay.

 

Desde un primer momento, creo poder decir por parte de todos los que estábamos allí presentes, nos encandilo a todos e hizo que aquella asignatura tan tocha y compleja fuera un bálsamo de paz entre tanta Selectividad.

No recuerdo el momento exacto en el que nuestra relación cambio de ser algo simplemente de profesor-alumna a ser dos amigos entre los que había sitio para las risas. Puede que fuera el día que me preguntó qué película le recomendaba para ver en el cine o aquel otro en el que se preocupó por saber qué quería estudiar y dónde. Quizás el día en el que, por suerte, gané un concurso de su asignatura y nos invitó a un grupo y a mi a desayunar.

Recuerdo que esa mañana estaba realmente contenta porque cumplía dieciocho años y para él no pasó desapercibido. Aquel día me regaló algo que a día de hoy, treinta y dos años después, sigo conservando. Una pequeña bola del mundo de llavero que me dijo esperaba que recorriera de premios en premios, cubriendo los grandes estrenos de cine como periodista. Sí, lo confieso, ese día llore de ver cómo alguien confiaba en mi de esa manera.

Su conducta en clase, durante las apenas tres horas semanales, era de todo menos normal. Memes, chistes, risas y lecciones. Pero, como todo en esta vida, se acabó. El día de la graduación llegó y con él, la despedida. Reconozco que llegué a la universidad con cierta expectativa de que todos los profesores fueran así. Y sí, algunos lo han cumplido con creces, pero ninguno como él.

Los años pasaron y esa pequeña bola llavero me acompañó en todos mis momentos importantes: en cada examen, cuando acabé la carrera, cuando alquilé mi primer piso sola, cuando me mudé a él, durante todos mis viajes, cuando conocí a quien ahora me está esperando en el coche e incluso en el nacimiento de mis dos pequeños soles.

Hace unos años me enteré de que su mujer e hija habían fallecido en un aparatoso accidente de tráfico y él iba a ser ingresado en la residencia Flores de mayo. No tardé en cancelar mis compromisos y venir a mi origen para darle apoyo a quién en su día me lo brindó a mi.

He visto cómo la luz de este geógrafo se ha ido apagando con el paso de los años. Ha llegado un momento que para mi familia es uno más, es el tito Carlos. Y para mi, eso es algo que me reconforta, después de tantos años y no ha salido de mi vida. Lo pasamos realmente mal cuando la COVID-19 azotó el mundo, parecía que no se iba a acabar nunca. Pero, acabó.

Ahora, él tiene 70 años y yo estoy ya mayor, 50 años pintan mis canas. No fallo a ninguna de mis citas en las que tomamos un té y le cuento cosas del famoso de turno con el que he estado en la última alfombra roja. Nos contamos batallitas mutuamente. Escuchar su risa y sus anécdotas sobre la tierra me dan la vida. Aunque cada vez más noto cómo su enfermedad se apodera de esos recuerdos.

Hoy era un día especial porque creo que era momento de devolverle algo que en su tiempo me entregó.

 

¿Te acuerdas de esto? -le digo mientras le entrego el pequeño llavero.

¿Eres tú? Dime que lo has recorrido entero y que algún día vendrás a verme y me contarás cosas de ese mundillo, que no me cuentas nada… -la sonrisa apagada creo que me quito un pedazo de alma-. Pero, ¿te conozco? Enfermera, venga.

 

Llegué al coche y lloré, lloré como nunca antes lo había hecho. Y es que nunca me voy a cansar de decir que quien tiene a un buen profesor en su vida, tiene un autentico tesoro. Yo me considero muy afortunada de haberlos tenido a lo largo de mi vida.

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